¿Ser padres? El dilema que resuena
El eco de lo que elegimos: Ser o no ser... padres, esa es la cuestión

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En un mundo que te tira entre el grito primal de perpetuar la vida y el canto fácil del “viví para vos”, elegir ser padres es un soliloquio shakesperiano. ¿Dar vida y después dejarla volar?
Si elegir una carrera es un vértigo que te hace sudar frío y encontrar a tu media naranja es jugártela a que te rompan el corazón, decidir si traer hijos al mundo te pega en el pecho como un cross de derecha. Es la cuarta entrega de El eco de lo que elegimos, después de la intro, el “¿qué carajo hago con mi vida?” y el “¿quién se anima a caminar conmigo?”. Este dilema te revuelve las tripas, porque toca un instinto crudo, ese fuego que desde hace siglos nos empuja a dejar algo nuestro en el mundo, pero también te enfrenta al espejismo de una vida sin ataduras. La ciencia dice que esta elección te prende el cerebro: la alegría de un bebé que balbucea “papá” o el cagazo de una fiebre a las tres de la mañana te hacen saltar el corazón como si fuera una fiesta electrónica. Algunos van por la familia de manual, otros la arman a su manera —clásicas, monoparentales, adoptivas, ensambladas con sus líos y sus amores—, pero todos resuelven según lo que les canta el alma.
Día del Niño, con los chicos corriendo y gritando, es el momento justo para hacerse la gran pregunta, al estilo Hamlet: “¿Ser o no ser... padres? Esa es la cuestión”. No es un melodrama para la tele; es el latido de la vida misma, un eco que resuena desde las cuevas hasta los departamentos con Wi-Fi. Y no es solo decidir; es asumir quién sos con esa elección, porque ser o no ser padres te redefine el alma, te obliga a mirarte al espejo y preguntarte qué querés dejar en este mundo.
El “sí”: un salto al vacío que vale
Empecemos con el “sí”, que viene de las entrañas. Darwin lo vio claro: no se trata solo de sobrevivir vos, sino de que tus genes sigan la fiesta. Hay un instinto animal, metido en el ADN, que te grita “dejá algo tuyo en este mundo”. Tener hijos no es solo biología; es jugártela por un legado, apostar a que una sonrisa, un valor, una pavada que enseñaste va a seguir dando vueltas cuando ya no estés. Erikson, un grosso de la psicología, le puso “generatividad” a esa necesidad de crear algo más grande que vos, de cuidar, de enseñar, de no quedarte mirando el ombligo. Porque, seamos sinceros, una vida solo para vos puede volverse un loop egoísta que no te lleva a ningún lado.
Imaginá: el primer pasito torpe de tu hijo, esa risa que te hace olvidar el quilombo del día, el mate frío y las ojeras. Los estudios de Harvard no te venden humo: las relaciones profundas, y ninguna como la de criar, son la clave para una vida que tenga sentido. La familia —sea la clásica con papá, mamá e hijos, una monoparental, una adoptiva o un collage de amor y caos de una ensamblada— es un refugio en un mundo que a veces es puro ruido y ego. Traer hijos es tirar una semilla al viento, enseñarles a ser buena gente, a bancarse los golpes. Es el antídoto al “yo, yo, yo” de esta época: criar es soltar el control de tu vida y pasárselo a otro, aunque sea por un rato.
Cuando el sueño se traba
Pero a veces el “sí” no llega, y eso es un puñal que se clava lento. Hay quienes quieren ser padres con toda el alma y la vida les pone un freno: infertilidad, circunstancias, o un destino que no se alinea. Ese deseo roto es un golpe que te deja sin aire. Estudios en Journal of Reproductive and Infant Psychology lo confirman: la infertilidad o no poder formar una familia puede disparar un duelo que te come por dentro, ansiedad que te aprieta el pecho como una tenaza, depresión que te susurra que algo en vos está roto. Las esperas eternas, las citas médicas, los “¿y para cuándo el bebito?” de los demás te clavan como agujas. Y la presión social —esas miradas en las reuniones familiares, los comentarios que te señalan como si estuvieras incompleto— hace que el dolor pese el doble.
Acá la salud mental es el campo de batalla. Ese loop de culpa e inseguridad puede convertirse en un silencio que te grita en la cara. Pero hay salidas. Los tratamientos de fertilidad son una opción, aunque el camino puede ser un desgaste que no siempre termina en abrazo. La adopción es otra: un acto de amor puro, abrirle la puerta a un chico que ya está en el mundo y necesita un hogar. No es un plan B, es un “sí” distinto, con su propia magia. Y si ninguna de estas encaja, armar una familia distinta —con sobrinos, ahijados, o una comunidad que te abrace— también es un camino. Hablar con alguien, un terapeuta, un amigo, un guía, es como prender una linterna en la oscuridad: te ayuda a navegar el duelo, a reconstruir quién sos y a encontrar sentido en otro lado. No es de débil, es de valiente.
El “no”: la tentación de la libertad
El “no” también tiene su encanto, y en esta época pega fuerte. La modernidad te susurra: ¿para qué pañales y trasnoches si podés viajar, salir hasta las mil, o meterte de lleno en tus proyectos? El hedonismo de hoy te vende que sin hijos tenés más guita, más tiempo, más vos. En una cultura donde el “yo” es el rey, no tener hijos parece un golazo: todo para vos, sin complicaciones. Y la movida woke a veces le pone pimienta, diciendo que la familia es una trampa vieja, una jaula que te corta las alas. Pero la sociedad también te apunta con el dedo: “¿Y quién te va a cuidar de viejo?”, como si no tener hijos fuera un delito.
Pero, ¿y si esa libertad es puro humo? Nietzsche ya lo tiró: sin algo más grande que vos, la vida puede volverse un eco vacío. Los likes, las fiestas, las cosas que comprás te dan un subidón, pero después te dejan con un hueco que no explicás. La psicología positiva, como la de Seligman, lo tiene claro: la felicidad de verdad viene de los vínculos, no de correr atrás de placeres que se esfuman. No tener hijos puede ser una elección válida —por lo que sea, por convicción, por no sentirte listo—, pero si es puro egoísmo, corrés el riesgo de quedarte con un silencio que grita. La soledad no deseada, según la psiquiatría, puede disparar ansiedad, depresión, incluso problemas más serios, porque somos bichos sociales, y sin conexiones profundas, el alma se apaga.
El faro de la familia
Nos tiramos de cabeza por el “sí”, no porque sea una obligación, sino porque es meterse en algo más grande que vos. Tener hijos es jugártela: te saca canas, te da miedos, pero también te llena de momentos que no cambiarías por nada. Y si la paternidad no llega, hay otros caminos —adopción, comunidad, amor en otras formas— que también son familia. Hay familias de todos los colores: clásicas, monoparentales, adoptivas, ensambladas con sus líos y sus amores. Todas pueden ser un nido donde crecen valores, empatía en un mundo que a veces es un sálvese quien pueda, coraje para los golpes de la vida. Hoy, Día del Niño, los chicos nos recuerdan que son el puente al mañana.
Ser padres no es para todos, pero en ese “sí” —o en la pelea por alcanzarlo— hay una chispa que le gana a la nada. ¿Ser o no ser? Elegí con el alma, porque ese eco va a sonar cuando todo lo demás se apague.
La próxima entrega: En otro eco de El eco de lo que elegimos, nos vamos a meter en cómo sostenerse en el laburo cerca de los 40, cuando la rutina puede apagar la chispa y te obliga a preguntarte si seguís en piloto automático o buscás un nuevo horizonte.