Un atentado en plena calle
El día que casi matan al presidente: un ataque olvidado a Julio A. Roca

Historiadora y Periodista

Una piedra en la frente cambió el rumbo de una jornada clave en 1886.
En la mañana de la apertura del período legislativo de 1886, el Presidente de la Nación decidió salir de su residencia a pie. Apenas unas cuadras lo separaban del Congreso Nacional, y no era raro por entonces ver a los altos funcionarios del gobierno caminar sin escolta, mezclándose con la población en las calles del centro porteño. La costumbre de transitar sin protección respondía a una época en la que la investidura presidencial no implicaba necesariamente un cerco de seguridad personal, sino que se basaba en una cercanía con el ciudadano común y una aparente calma política que aún permitía estas escenas.
Julio Argentino Roca avanzó tranquilo por el trayecto habitual, hasta encontrarse con los miembros de su gabinete y una multitud que se había congregado en las inmediaciones del viejo edificio del Congreso para presenciar el acto institucional. Entre aplausos, saludos y cierta efervescencia habitual en estos eventos, se dispusieron a ingresar al recinto. Fue entonces cuando, de forma súbita e inesperada, una piedra salió disparada desde el gentío y golpeó directamente la frente del presidente.
El impacto fue seco y violento. Roca se tambaleó, desorientado, mientras su entorno reaccionaba con rapidez para resguardarlo. Lo condujeron de inmediato al interior del edificio legislativo, donde Eduardo Wilde —ministro y médico— se encargó de asistirlo. Con la serenidad que solo otorgan los años y la formación profesional, Wilde limpió la herida mientras el herido, todavía confundido, exclamaba con un dejo de asombro y dolor: “Doctor Wilde, es la primera cachetada que he recibido en mi vida”. A lo que el ministro, con tono grave y solemne, respondió: “No es usted solo, presidente, quien la recibe, sino el decoro de la República”.
Ya con una venda en la frente, Roca se presentó ante los legisladores y, con voz firme, improvisó un breve discurso en lugar de leer el mensaje que había preparado.
El agresor, identificado rápidamente, fue reducido por Carlos Pellegrini —futuro presidente—, quien al actuar con destreza y decisión se ganó el apodo de “la gran muñeca”. El detenido resultó ser Ignacio Monges, un hombre de 36 años oriundo de Corrientes. Al ser interrogado, declaró estar harto del rumbo político del país y reconoció su simpatía por Dardo Rocha. Sus creencias espiritistas, tan populares en esos años, influían también en su visión del mundo. Consideraba que Roca era el principal responsable de una situación insostenible que se arrastraba desde hacía casi dos años. Según sus propias palabras, actuó “con la intención de salvar a la Patria, cuya libertad ambicionaba”.
Por su ataque al presidente fue condenado a diez años de reclusión. Sin embargo, la historia daría un giro inesperado: el 9 de julio de 1896, una década después del atentado frustrado, Roca —ya nuevamente en el poder— solicitó su indulto. Una vez libre, Monges no tardó en dirigirse al hogar del general para agradecerle el gesto. Le reconoció además el cuidado que se había tenido con su hijo durante su tiempo en prisión. Roca lo recibió sin rencores, lo trató con cortesía y le comunicó que había intercedido para conseguirle un empleo. Pero la vida fuera de la cárcel, marcada por la culpa, el remordimiento o tal vez la frustración, resultó demasiado para él. Decidió regresar a su Corrientes natal, donde falleció apenas nueve años después.
Este episodio, por momentos trágico y por otros profundamente humano, nos invita a observar bajo otra luz a uno de los personajes más influyentes de la historia argentina. Nos muestra un Roca que, más allá del militar y del político férreo, también supo ser indulgente, comprensivo y generoso con quien intentó quitarle la vida. Quizá allí radique parte de su complejidad: en ser al mismo tiempo el estratega implacable y el hombre capaz de perdonar. Porque ese también fue Julio Argentino Roca.