Un grito silenciado en las aulas
Heridas que marcan el alma de los niños

Psiquiatra

Más allá de las anécdotas, exploramos el impacto emocional y cognitivo del bullying en los chicos, las secuelas a largo plazo, y el rol esencial de padres y colegios desde un enfoque psiquiátrico.
Mientras el sol se pone sobre Buenos Aires esta tarde del 17 de junio de 2025, un peso silencioso recorre mi mente: el bullying. Este dolor oculto en las aulas no es solo un juego cruel; es una herida que se clava en el corazón y la psiquis de los niños, dejando ecos que resuenan años después. Como psiquiatra, desde las largas charlas con familias que buscan respuestas en mi espacio de trabajo, he sentido el latido de este sufrimiento: niños que se esconden tras sonrisas rotas, padres que luchan por entender, y un vacío que pide ser escuchado. Hoy nos adentramos en las profundidades de este tema, explorando su impacto emocional y cognitivo, las secuelas que perduran, el perfil de los agresores, y el papel crucial de padres y colegios en sanar estas almas heridas.
Un caso que no se olvida: el dolor de Matías
En 2018, Matías, un chico de 12 años, llegó a mi atención tras meses de tormento en su escuela. Sus compañeros lo apodaban “el raro” por su timidez y su amor por los libros, y las burlas se convirtieron en empujones y notas humillantes en su mochila. Su madre, con lágrimas en los ojos, me narró cómo llegaba a casa en silencio, encerrándose en su cuarto con la música alta para ahogar el dolor. Matías no era solo una estadística; era un niño cuya alma se quebraba. El bullying, un comportamiento intencional y repetitivo de hostigamiento físico, verbal o psicológico, afecta a un 20% de los escolares en Argentina, según UNICEF (2024), y en su caso, dejó una marca profunda. Emocionalmente, desarrolló una ansiedad que lo hacía temblar al salir de casa, una autoestima destrozada que lo llevaba a preguntarse “¿por qué yo?”. Cognitivamente, su concentración se desplomó; dejó de leer, su refugio, y sus notas cayeron. El estrés crónico activó su eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, elevando cortisol y dejando una huella de miedo que aún lo acompaña.
Secuelas que perduran en el alma
Las heridas de Matías no sanaron con el tiempo; se convirtieron en cicatrices invisibles. La Organización Mundial de la Salud (2023) señala que el 30% de las personas que sufrieron bullying en la infancia enfrentan síntomas de depresión o trastorno de estrés postraumático (TEPT) en la adultez. Para Matías, esa tristeza se coló en su adolescencia: evitaba a sus pares, dudaba de sí mismo y cargaba un peso que lo hacía parecer mayor de lo que era. Cognitivamente, el impacto se siente en una menor confianza para enfrentar desafíos, algo que vi en sus ojos cuando, años después, me compartió que aún teme hablar en público. Psicológicamente, su psiquis guarda un eco de soledad, una sombra que lo lleva a protegerse del mundo. Su caso me recuerda a tantos otros: el bullying no es un juego pasajero; es un trauma que marca el corazón para siempre.
¿Quiénes son los agresores?
Los que lastimaron a Matías no eran monstruos; eran niños con sus propias grietas. A menudo, los agresores provienen de hogares donde el poder se ejerce como control, con disciplina rígida o violencia encubierta, según la Universidad de Buenos Aires (2023). Buscan afirmarse humillando, proyectando inseguridades para sentirse superiores. Su psiquis revela una mezcla de vulnerabilidad y agresividad; el miedo al rechazo los lleva a atacar primero, un ciclo que perpetúa el daño. En el caso de Matías, uno de sus agresores admitió en una reunión escolar que lo hacía para encajar con el grupo, un grito silencioso de su propia fragilidad.
El rol de los padres y los colegios
Los padres de Matías fueron su luz. Su madre lo escuchó sin juzgar, y su padre buscó ayuda profesional, un acto que redujo un 40% la probabilidad de secuelas psiquiátricas, según la APA (2024). Un padre o madre que valida las emociones de un hijo acosado puede ser su refugio; la indiferencia, en cambio, agrava el dolor. Los colegios, como espacios donde ocurre el bullying, tienen una responsabilidad ineludible. Un informe de la Defensoría de los Derechos de los Niños (2023) revela que solo el 15% de las escuelas argentinas tiene protocolos efectivos contra el bullying, dejando a muchos chicos como Matías desprotegidos. Los docentes deben detectar señales —aislamiento, cambios de humor— y actuar con mediación, no con castigos que silencien el problema. En el caso de Matías, un profesor que intervino temprano evitó que el daño fuera irreparable, pero muchos colegios aún fallan en este rol protector.
Reflexión: heridas que piden ser sanadas
El bullying de Matías me enseña que este dolor no es solo de él; es de todos nosotros. La autoestima de un chico acosado puede quedar hecha pedazos, llevándolo a dudar de sí mismo toda la vida, mientras que el agresor arriesga perpetuar un ciclo de violencia si no se lo guía. Padres y colegios, como guardianes de su alma, tienen el poder de sanar o agravar estas heridas. Como psiquiatra, siento el peso de esas historias que llegan a mi espacio de trabajo, donde los ojos de un niño como Matías piden ser vistos. Debemos mirar más allá de las aulas, reconocer el daño profundo y abrazar a estos chicos con educación, diálogo y amor. Que las cicatrices de Matías y otros se transformen en lecciones de resiliencia, no en cadenas que aten su futuro.