Outside the box
Discutir bien: el arte perdido de escuchar sin romper todo

Periodista

Aprender a discrepar, criar o insultar con ternura: formas modernas de quererse sin estar siempre de acuerdo.
Durante años nos repitieron que “mejor no discutir”. Que discutir era pelear. Que en la mesa no se habla de política, de religión ni de Boca-River. Y sin embargo, tal vez el gran signo de madurez del siglo XXI no sea evitar la discusión, sino aprender a quedarnos dentro de ella, incluso cuando nos incomoda.
En un artículo publicado por The Independent (“Why ‘Disagreeing Well’ Could Save Us All”, 17 de abril de 2025), se propone una tesis audaz: el arte de discrepar bien —con respeto, curiosidad y sin levantar la voz— podría literalmente salvarnos. No como una metáfora exagerada, sino como una necesidad urgente frente a la polarización social que amenaza la democracia, la cooperación y hasta la salud mental colectiva.
No se trata de ceder convicciones, sino de escuchar sin atrincherarse. De hacer preguntas para comprender, no para ganar. De entender que el otro no es mi enemigo, sino alguien que me revela el límite de mis certezas.
“En una época definida por la división, la capacidad de sentarse con la diferencia, de desafiar sin desprecio y de hablar sin destruir, no es un lujo: es esencial”, dice el artículo.
Y esa incomodidad —esa pausa incómoda en la conversación, ese nudo en la garganta cuando alguien piensa muy distinto— puede ser un espacio de encuentro, no de ruptura.
Pero si hablar con alguien que piensa distinto ya es un reto, imagináte criar a alguien que piensa distinto… mientras el mundo colapsa.
En The Last of Us, la serie de HBO que mezcla hongos zombies con dolor humano, el periodista Nick Hilton (The Independent, 19 de mayo de 2025) encuentra una joya oculta: el retrato más profundo de la paternidad moderna. Joel, interpretado por Pedro Pascal, es un padre que comete errores enormes, pero que nunca deja de intentar.
“A veces es más fácil escapar de una alcantarilla infectada de monstruos que conectar emocionalmente con tu hija adolescente”, escribe Hilton.
Ese tipo de vínculo —imperfecto, torpe, lleno de silencios y reproches— también es una forma de conversación difícil. De amor incómodo. De “discutir bien” con alguien a quien amás tanto que te da miedo perder.
Y hablando de vínculos difíciles… ¿cómo se expresa la ternura entre hombres cuando decir “te quiero” suena raro?
El periodista Ben Bryant lo ilustra con ironía y brutal honestidad en The Independent (19 de mayo de 2025), donde analiza por qué los insultos crueles son el idioma por defecto de la amistad masculina. En lugar de preguntar cómo está su amigo James, Bryant prefiere decirle cosas como: “Tenés brazos de jamones humeantes” o “sos como un sapo venenoso que enloquece a las mujeres”.
Lejos de ser violencia verbal, el “roasting” es —según él y varios psicólogos— una forma de intimidad masculina codificada, donde el afecto se disfraza de ofensa, y solo se aplica entre amigos que se conocen a fondo. Como escribe:
“No bromeás con tus enemigos. Bromeás con tus amigos.”
Y otra vez, lo que parece agresión es, en realidad, una manera alternativa de quedarse en la conversación, de expresar algo que no se dice de frente.
Lo mismo ocurre con los nuevos capellanes universitarios que retrata Cornelia Powers en The Atlantic (“The New Spiritual Leader on Campus”, 18 de mayo de 2025). En tiempos donde los jóvenes se declaran menos religiosos pero más ansiosos y solos, estos capellanes ya no predican, sino que escuchan. No evangelizan, acompañan. No imponen respuestas, se animan a las preguntas difíciles.
“Aunque los jóvenes son menos religiosos, muchos capellanes están reimaginando su rol para satisfacer las necesidades de los estudiantes, que aún anhelan pertenencia, significado y propósito.”
Es otra forma de conversación incómoda: no desde la discusión, sino desde el silencio que contiene, que valida, que acoge sin juzgar.
Y si todo eso no alcanza, los más jóvenes todavía tienen una estrategia de resistencia emocional silenciosa: quedarse despiertos cuando deberían dormir.
Alice Gibbs lo llama “procrastinación vengativa a la hora de dormir” en Newsweek (17 de mayo de 2025). Se trata de posponer el sueño para recuperar un rato de autonomía al final del día. Es un acto pasivo, pero profundo: no quiero dormirme porque todavía no tuve mi momento. Porque nadie me escuchó. Porque la vida no me pertenece del todo.
“Es una forma de recuperar el control cuando el resto del día estuvo marcado por exigencias externas”, explica.
Y tal vez por eso seguimos discutiendo, insultando con cariño, criando con miedo, confesándonos con extraños o desvelándonos frente a una pantalla: porque seguimos buscando maneras de ser escuchados.
Hablar bien. Discutir mejor. Escuchar de verdad. Amar, incluso cuando no entendemos al otro.
El gran milagro de nuestros tiempos no será nunca tener razón. Será seguir eligiendo el vínculo, aunque no estemos de acuerdo.