Cuando la infancia brillaba
Día del Niño

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Un viaje a los días en que un regalo sencillo y un poco de imaginación bastaban para llenar el corazón de un niño.
Cuando éramos chicos, sepan los adolescentes de hoy, vivíamos en una Argentina que cumplía tus sueños. Las economías no eran holgadas, pero sí lo suficientemente ordenadas y previsibles como para pensar en un pequeño regalo para que tu día sea distinto. La clase media era un sector pujante cuyo esfuerzo era espejo de una industria protagonista. Y la constancia del laburante se reflejaba en una idea de país sólido que, lenta pero sostenidamente, empezó de a poco a desdibujarse en un letargo que, como todos sabemos, culminó en la noche más oscura de todas.
Lo primero que hay que decir del día que hoy celebran nuestros hijos o nietos es que cuando éramos chicos, cuando el tamiz de las grietas y las batallas culturales no habían destruido las ideas, se llamaba Día del Niño. No había decretos, ideologías ni dudosas políticas que se presentaban como inclusivas y que al fin de cuentas solo aportaban un título pretencioso mientras la pobreza o la corrupción nos dejaban sin derechos. Era el Día del Niño. Y listo.
En Villa Luro, ese día suponía una recompensa a tus deberes de escolar. En mi caso, estudiante de nivel medio, silencioso y sin demasiadas estridencias, aunque claramente lejos de las ciencias exactas, los regalos llegaban más como consecuencia del cariño de mi familia que por lo que realmente merecía. Lo cierto es que el sueño de un juguete revelador, distinto, impensado, era bastante posible. Recuerdo que en las semanas anteriores a ese domingo, todos nos tomábamos el trabajo de sacar superficialmente el tema en la mesa o camino al colegio. Buscar el momento y el lugar para plantearlo como quien no quiere la cosa era un verdadero desafío. Algunos intentábamos poner el tema en discusión con algo tan infantil como “¿Sabían que a Carlitos le van a regalar un metegol?”. Otros, mucho más inteligentes y futuros abogados, aventuraban carencias o eventuales angustias por no tener ese juguete deseado. Ese trabajo fino, cuasimafioso, a veces, generaba una respuesta positiva.
Ese domingo de agosto no era ni por asomo un día de pantallas ni de regalos ostentosos, sino de un sentimiento más bien profundo y hasta nostálgico. Las mañanas comenzaban con un desayuno especial. No por lo que había sobre la mesa, sino por la inminente llegada, humilde pero contundente, de un pequeño paquete cuyo papel de regalo a veces revelaba el lugar donde lo habían comprado. Era un tiempo de juguetes sencillos, pero con una imaginación infinita. Pelotas, autos de plástico, soldaditos que se convertían en protagonistas de historias épicas y hasta decenas de paquetes de figuritas para intentar llenar el álbum del momento. Los cómics, sobre todo los de Dante Quinterno, eran tesoros que se intercambiaban con amigos. Para todos, la emoción de leer una nueva aventura de Isidorito era incomparable. Un TikTok de papel.
Más allá del festejo de cumpleaños, que particularmente nunca fue de mi agrado, el Día del Niño era una fecha central en una época dorada que ahora solo vive en la memoria y, tal vez, en el fondo de algún baúl húmedo y lejano. Era una fecha con un sabor distinto, en blanco y negro, con la televisión inmersa en un contexto político que no llegaba a nuestros oídos, ocupados solo en escuchar la sirena de un camión de bomberos de juguete o el relato de un gol inolvidable hecho con los Sacachispas con tobilleras y tapones de goma. El Día del Niño era una verdadera burbuja, un escape de aquella realidad de los adultos que, ahora, con el paso del tiempo, valoramos más que nunca.
Los amigos del barrio, con los que me unía la vereda, la pelota, las figuritas, algún recreo y no mucho más, vivían este día como algo demasiado especial. Recuerdo a los chicos de la calle Cortina, esperanzados en sus deseos de un regalo que no siempre llegaba. Como también recuerdo el inesperado golpe de la realidad cuando pedían algo de una marca y les regalaban, como muestra gratis de tu clase social, el mismo objeto pero de segunda marca. Lo recuerdo con el tamiz de los años y no sé qué era peor: un regalo distinto, suplente, más barato, casi indeseable, o la pretensión de una segunda marca que no hacía otra cosa que mostrarte las diferencias entre lo que se podía y lo que no. Esta muestra infantil del mundo que nos esperaba se daba especialmente con los Mis Ladrillos, el hermano barato del Lego. El primero era lo que se podía. Venían en una caja de cartón que, con el tiempo, se desgarraba y terminaba atada con un hilo sisal. Pero adentro, si bien el universo era infinito, tenía piezas que no siempre encastraban y que te permitían una creatividad bastante finita. Traía cuatro ruedas de goma para crear solo un auto. Es decir que si querías jugar con el vecino de al lado, lo mejor era que hicieras dos motos. Por el contrario, los Lego mostraban casi inmediatamente su capacidad de crear sin límites. Los otros, la segunda marca, te mostraban que eras menos. Creo que allí nació el peronismo.
Hay historias que cuentan mucho del presente. Si te animás y buscás detalles en cualquier Día del Niño, es posible que logres divisar al menos un tenue reflejo de ese que sos hoy. Las heridas, las angustias, las alegrías y las vivencias que dejan huella suelen ser una ruta directa hacia el presente. Buscá en tu memoria. Dejá por un instante tu traje de adulto seguro y proveedor. Empezá por recordar ese juguete que soñaste y, si tenés algo de suerte, tal vez puedas ver ese momento en el que, siendo niño, tuviste sentimientos muy similares al del adulto que sos hoy. Probá conmigo. Dale.
Con esfuerzo, recuerdo el Día del Niño de 1980. Recién estrenados los dos dígitos de mi edad, el sueño de mi vida se llamaba Duravit, un auto de juguete que intentaba reflejar a aquellos que circulaban por las calles del barrio. La caja inmaculada y a color mostraba el Peugeot 404, el Renault 4, la Estanciera, el Ford Falcon, el Chevy, el Fiat 600 y hasta un Rambler Ambassador inmenso y mal terminado. Al abrirla, descubrías que eran hijos de una matriz dudosa y que la marca de los autos se adivinaba más por las ganas y el deseo que por la exactitud de sus planos. Mientras el mundo se maravillaba con los autos de metal a escala fabricados en otro huso horario, Duravit nació en el país (¿se acuerdan que les decía que teníamos una industria languidecente pero con algo de aire en sus pulmones?) con la premisa de ser "el juguete irrompible". Confeccionados a partir de una extrañísima goma vulcanizada que era más dura que la realidad política, estos autos y camiones no solo soportaban el trato rudo de los chicos, sino que lo desafiaban. Era un ritual comprobar si alguien podía romper un Duravit. Y nadie lo lograba. La publicidad en revistas como Anteojito o Billiken lo repetía una y otra vez: "Con este siempre gano..." decía el titular. Y era verdad. Los Duravit ganaban siempre, incluso contra el paso del tiempo.
Esa mañana escuché desde la cama la voz de mi tía Elvira. Casi como visita de médico, pasó por casa y me dejó su regalo. Mis ojos inocentes se abrieron como para salir de la habitación y descubrieron sobre la mesa del comedor el paquete envuelto en papel celeste. Era grande, rectangular. Dentro de esa caja se podía esconder cualquier cosa. Imaginé el par de zapatillas blancas para la gimnasia del primario que ya estaba necesitando. Pero no. Eso sería una trampa. Todos sabemos que el regalo, para que pueda ser de verdad un regalo, debería ser un juguete. Y no otra cosa. Abrirlo y descubrir calzoncillos, remeras, zapatos o libros era el desengaño más terrible que podíamos tener a los diez años.
Al romper el papel, se dejó adivinar una caja con la imagen impresa de un 404 amarillo, imponente. Aunque en ese momento no me percaté, hoy descubro que recordar los Duravit es también invocar un pasado de calles de adoquín, veredas que eran pequeños universos y rodillas sucias. Si los juguetes de fines de los 70 tuvieran un representante natural, sin dudas serían los Duravit.
Mis manos condujeron ese auto por varios años. Hasta que lo que parecía irrompible se venció y perdió una rueda. Igual que mi infancia, que también era irrompible, el Duravit quebró su promesa y me dejó de a pie, haciendo dedo hacia una adolescencia que pasó rápido y que, irremediablemente, me atrapó y me trajo hasta acá.
Pensar en la infancia no se trata solo de extrañar los juguetes, sino de extrañar la forma en que los vivíamos. La alegría simple, el asombro genuino y la certeza de que el mundo, al menos por un rato, giraba a nuestro alrededor. Hoy, cuando recuerdo ese 404 amarillo, veo a mi tía Elvira entrando por el pasillo de la casa de Camarones con las manos llenas de amor hechas juguete. Junto a ella vienen mis primos listos para jugar. Y sonrío. A pesar de que mis ojos hagan fuerza para retener esas lágrimas que ahora caen sobre el teclado.