Del Antiguo Oriente a los Andes
De dioses, conquistadores y monjes: el largo viaje del vino hasta Mendoza

Historiadora y Periodista

Desde las primeras tinajas mesopotámicas hasta las bodegas mendocinas, el vino ha sido símbolo de ritual, comercio y cultura.
No se sabe con certeza cuándo se produjo por primera vez el vino, ni quién fue la primera persona en probarlo. Sin embargo, la Arqueología sitúa su origen en la antigua Mesopotamia. En Egipto, su existencia está documentada desde al menos el año 3000 a. C., donde aparece en pinturas funerarias halladas en tumbas faraónicas. Los egipcios, además, fueron los pioneros en utilizar técnicas de prensado para su elaboración.
Desde las tierras del Nilo, muchas ánforas de vino llegaron hasta la isla de Creta y, desde allí, la pasión por esta bebida se expandió por toda Grecia. En la mitología helénica, el vino alcanzó carácter divino bajo la figura de Dionisio, dios que según las creencias enseñó a los hombres el arte de su producción. Los romanos lo adoptaron bajo el nombre de Baco y convirtieron al vino en símbolo de sabiduría y verdad: “In vino veritas”. A través del Imperio, difundieron su cultura vinícola en todos los rincones conocidos.
Con la llegada de la Edad Media, tras las invasiones bárbaras, el protagonismo pasó a la cerveza, bebida predilecta de estos pueblos, quienes impusieron su consumo en los territorios conquistados. Al mismo tiempo, el avance del islam representó otra amenaza para el vino, prohibido por cuestiones religiosas.
En ese contexto, fueron los monjes cristianos quienes preservaron su producción, ya que era imprescindible en la liturgia como símbolo de la sangre de Cristo. Los monasterios, con sus sótanos convertidos en bodegas, se transformaron en verdaderos centros de elaboración y almacenamiento.
El Renacimiento abrió una nueva etapa en esta historia. Francia perfeccionó los métodos de vinificación y comenzó a construir la reputación que conserva hasta hoy. Casi al mismo tiempo, Cristóbal Colón traía a América las primeras botellas: vinos blancos de Ribadavia, elaborados con la variedad del mismo nombre, originaria de La Rioja española. Sin embargo, no fue Colón quien introdujo el cultivo de la vid en el continente.
En 1525, Hernán Cortés, ya como gobernador de México, ordenó plantar vides traídas desde España. El cultivo se propagó rápidamente por el Virreinato del Perú, llegó a Chile y desde allí cruzó la cordillera hasta alcanzar Mendoza.
Durante este proceso, la Iglesia católica tuvo un rol esencial. Antes de levantar una iglesia en una nueva ciudad, se plantaban vides, indispensables para la celebración de la misa. Para mediados del siglo XVIII, Mendoza ya contaba con unas 67 hectáreas de viñedos y exportaba vino hacia otras regiones del país.
Con los años, la producción creció y Mendoza comenzó a consolidarse como la capital vitivinícola de la región. Sin embargo, durante el período federal, la inestabilidad jurídica generó la primera gran crisis del sector.
Fue recién al dejar atrás ese contexto, cuando Domingo Faustino Sarmiento protagonizó un hito fundamental: presentó a Mendoza y al Malbec. Esta cepa, recientemente introducida en Chile por el agrónomo francés Michel Aimé Pouget, encontró en la provincia su lugar en el mundo. En 1853, Sarmiento logró que el gobierno mendocino contratara a Pouget para liderar una Quinta Agronómica, modelo tomado del país vecino.
La contribución de Pouget fue determinante. A pesar de los constantes destratos políticos, introdujo cepas como Malbec, Pinot Noir, Merlot y Cabernet, y formó a toda una generación de técnicos mendocinos que expandieron las nuevas técnicas agrícolas.
Por supuesto, no todo fue ideal. Una de las críticas más relevantes la formuló Eusebio Blanco en su manual de 1879, al señalar que en las viñas mendocinas convivían indiscriminadamente variedades superiores e inferiores. Según Salvador Civit, la falta de clasificación en el material traído por Pouget retrasó la vitivinicultura mendocina durante al menos 25 años.
Ese retraso sería revertido gracias a la llegada masiva de inmigrantes. El segundo censo nacional de 1895 ya registraba 15.000 hectáreas de viñedos y unas 400 bodegas en Mendoza. Juntas produjeron cerca de 28 millones de litros de vino ese año. Para 1910, la cifra escaló a 260 millones, con más de 1000 bodegas, de las cuales el 80% estaban en manos de inmigrantes.
En pocas décadas, Mendoza se consolidó como una potencia vitivinícola de alcance internacional. Pero no todo fue ascenso: la industria fue golpeada por dos profundas crisis que obligaron a repensar su modelo.