Crisis en Perú
Culpables de nuestra ruina

Periodista. Director de @diarioelgobierno
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En menos de una década, el Perú ha tenido siete presidentes, tres vacancias y dos renuncias.
Desde que Kuczynski Godard llegó al Palacio de Pizarro el 28 de julio de 2016, el Perú ha tenido un total de siete presidentes. En menos de una década, hemos atravesado dos elecciones, tres vacancias y dos renuncias, un ciclo que ha convertido al país en uno de los más inestables de la región.
Para dimensionar la magnitud del problema, basta revisar los plazos: en promedio, los peruanos hemos cambiado de mandatario cada dieciséis meses y de ministros, cada dos semanas. Lejos de ser un signo de vitalidad democrática, es la más cruda expresión de una fatiga institucional profunda y un hartazgo colectivo. Las instituciones ya no sostienen a quienes las dirigen, y las calles —cansadas de la misma politiquería de siempre— quieren un cambio total de quienes gobiernan.
El pasado 10 de octubre agregamos un nombre más a nuestra ya interminable lista de presidentes: José Jerí. Su llegada, consecuencia de la vacancia de Dina Boluarte —exvicepresidenta de Pedro Castillo—, nos obliga a detenernos y mirar hacia dentro. ¿Quiénes sostienen —o provocan— esta crisis que se volvió endémica?
La respuesta es simple: todos. Por un lado, los grupos de poder quieren llevar agua para su molino; por el otro, la política se ha tornado en una casta oligárquica. Pero los mayores culpables son los que, con su voto, siguen premiando la mediocridad. El electorado peruano es inmaduro: no ha entendido las reglas de la democracia y no admite su error al emitir el voto.
Asomándose desde afuera, uno puede concluir que el problema es meramente político; sin embargo, más allá de lo que se vislumbra evidente, hay un fenómeno estructural: una ciudadanía que elige sin convicción racional y que se niega a asumir las consecuencias de sus errores.
En el Perú, la elección presidencial se ha transformado en un acto de catarsis colectiva más que en un deber cívico. Se vota con el hígado antes que con la cabeza, “contra” alguien y no “por” algo. Así, el voto —que debería ser la herramienta para cambiar el rumbo— termina siendo el arma que nos condena.
Los ejemplos sobran en cada una de las siete gestiones presidenciales. Kuczynski llegó con un discurso tecnocrático, pero sin partido ni convicción política que lo sostuviera. Vizcarra, su vicepresidente, gobernó entre la popularidad y el cinismo, terminando hundido en la corrupción, el descontrol y la insignificancia.
Merino apenas resistió cinco días en el cargo: volviéndose un símbolo de que legalidad es distinto a legitimidad. Sagasti encarnó una transición correcta pero sin rumbo. Luego vino Pedro Castillo, que llevó la improvisación al extremo, la corrupción a su faceta más impúdica y hasta ecos de la ideología terrorista a Palacio de Gobierno.
Su sucesora, Dina Boluarte, representó la indiferencia y la incapacidad convertidas en gobierno. Y hoy, José Jerí asume el poder como una nueva anomalía en la norma, con denuncias que lo acompañan incluso antes de jurar.
En ese sentido, Jerí personifica el agotamiento de una clase política que hace tiempo perdió el sentido de la decencia pública. Su llegada al poder no representa un relevo, sino la confirmación de una élite que ya no distingue entre servir y servirse del Estado. Llega sin programa y sin horizonte; tras dos días en el cargo, sus tuits hacen más bulla que sus no seleccionados ministros.
Lejos de ser una solución a la crisis agravada por su predecesora, es un nuevo baluarte de la decadencia que, cada cierto tiempo, arriba al Palacio. Entre una denuncia por agresión sexual, investigaciones por presunto enriquecimiento ilícito y publicaciones en X que develan su pobrísima opinión sobre el papel de la mujer en la sociedad, estamos ante un nuevo ancla para el desarrollo del país, incrustada al fondo de su estancamiento.
Vivimos un patrón que se repite independientemente de la ideología. Ni la derecha tecnocrática, ni la izquierda populista, ni los autodenominados “centristas” han logrado construir una narrativa de Estado. La política peruana se volvió un mecanismo de supervivencia y no uno de conducción. Se gobierna al día.
El país necesita una restauración del sentido del orden, un gobierno que recupere la idea de autoridad como servicio y no como botín. El sentido del deber tiene que ser la regla de quien pisa el Palacio en lugar de la excepción nunca conocida, y eso solo se logra votando con convicción y sin odio.
El año entrante el país andino tiene la posibilidad de girar el timón, pero la única forma de lograr dicho cometido es recordar quiénes son los responsables y asumir que una mala elección puede terminar asomándonos al abismo.