La clave de una estrategia sostenida
Bullying en las escuelas: más allá del discurso

Co-fundador y Director General de Integralis

Hablar mucho del bullying no garantiza que lo enfrentemos mejor. El ruido constante a veces anestesia, en lugar de movilizar.
Según la UNESCO, uno de cada tres estudiantes sufre acoso escolar. En la Ciudad de Buenos Aires, según el Ministerio Público Tutelar, el 66% de menores de entre 12 y 18 años en la Ciudad de Buenos Aires (CABA) han sido víctimas o conocen a alguien que padeció estos acosos. Estos datos nos muestran que el bullying no es la excepción sino una experiencia común en el recorrido de muchos estudiantes por las escuelas. Para muchos de nosotros seguramente no sean solo números, sino caras, voces y corazones de chicos que vimos pasar por nuestras aulas. Quizás también sea parte de la propia experiencia de quienes leen.
Por bullying entendemos una agresión (busca lastimar o incomodar), que se da repetidamente, donde no hay una provocación de parte de la víctima, y que presenta una asimetría entre el acosador y el acosado (desequilibrio de poder). Puede manifestarse de forma física, verbal, relacional (exclusión) o digital (ciberacoso), y muchas veces ocurre frente a otros que miran sin intervenir, ya sea por miedo o por indiferencia.
Las consecuencias del bullying pueden ser devastadoras, tanto para la salud física como mental de la víctima, quien puede no tener respiro en un mundo que se ha vuelto también digital. Cuando una escuela no logra detener estas situaciones, falla en el primer peldaño de su misión: generar un ambiente seguro. A partir de allí, podemos pensar en educación, aprendizajes, metodologías, etc.
Al revisar estadísticas uno puede sorprenderse de la prevalencia del fenómeno, dado que parece que hemos tomado conciencia de esta problemática como sociedad. Sin embargo, vale la pena recordar que no por mucho hablar las cosas necesariamente cambian. La alarma permanente no equivale a una respuesta eficaz. A veces incluso sucede lo contrario, nos insensibiliza, nos acostumbra, nos hace encontrarnos diciendo cosas como “siempre fue así”, o incluso “un poco de bullying fortalece el carácter”.
Las respuestas escolares quedan cortas cuando se limitan a recursos formales o superficiales: jornadas temáticas aisladas, carteles con consignas generales (“decile no al bullying”), o intervenciones puntuales cuando el problema ya escaló. A menudo se apuesta a la sensibilización, sin acompañarla de estrategias sostenidas o de una formación docente que permita leer, comprender y actuar ante la complejidad de estos escenarios.
Abordar el bullying requiere más que buenas intenciones: implica una política institucional clara, que combine prevención, intervención, seguimiento y trabajo en red. Significa revisar las formas cotidianas de convivencia en la escuela, las dinámicas de relacionamiento entre pares, y también el modo en que los adultos ejercemos nuestra autoridad y nos posicionamos ante el conflicto.
En este contexto, también se vuelve necesario advertir un fenómeno opuesto: la sobregeneralización del término. Cuando se etiqueta como bullying cualquier pelea, malentendido o conflicto interpersonal, se diluye el concepto y se debilita la capacidad de actuar con criterio frente a situaciones verdaderamente graves.
Para que haya bullying, es necesario que existan las condiciones mencionadas anteriormente: reiteración, intencionalidad y asimetría. El bullying es un fenómeno sistémico y no toda agresión cumple con estas características. Dos compañeros que se insultan mutuamente en un momento de enojo, o un grupo que se pelea por un juego en el recreo, pueden estar atravesando conflictos importantes, pero eso no los convierte en acosadores ni víctimas.
Confundir el bullying con cualquier episodio de maltrato puede ser perjudicial para todos. Se corre el riesgo de sobreactuar respuestas, de etiquetar niños sin analizar el contexto, o incluso de trivializar los casos más complejos. Necesitamos recuperar la precisión conceptual para intervenir mejor.
Desde la escuela podemos hacer mejor tres cosas al menos. La primera línea de acción sería prevenir estos casos pensando en positivo cómo lograr una mejor convivencia en la comunidad educativa. Los chicos que hoy asisten a la escuela, tienen una infancia que, al decir de J. Haidt, ha pasado de basarse en el juego a basarse en las pantallas. Y en ese cambio los estudiantes cuentan con mucho menos entrenamiento en herramientas socio-emocionales que les permitan resolver conflictos, tender lazos firmes, profundizar en sus relaciones. Menos juego libre es menos espacios para negociar, acordar reglas, decidir juntos qué hacer cuando alguien las incumple. Menos interacciones cara-a-cara es menos conexión y empatía. Lo vemos cotidianamente y a veces nos quedamos cortos en los remedios, enredados en la catarsis y la nostalgia de otros tiempos.
Los adultos también tenemos que repensar el modo de ejercer nuestra autoridad. Un desafío que parece utopía, que genera escozor y que muchas veces vemos pasar de un extremo al otro sin escalas, entre el permisivismo excesivo y la firmeza contraproducente de una rigidez inhumana. Conectar antes de corregir, corregir sin humillar, intentar ser amables y firmes a la vez, quizás sean algunas claves para recuperar esa autoridad que no encontramos. Después de todo, autoridad viene de hacer crecer, y si no estamos para eso en la escuela, ¿para qué estamos?
En segundo lugar, es clave intervenir tempranamente y con cuidado. Esto significa contar con protocolos claros de actuación, que sean de carne y hueso, y no estén simplemente archivados en carpetas para presentar a las autoridades competentes llegado el caso. No alcanza con actuar “cuando estalla”; hace falta un sistema que permita detectar señales tempranas y sostener procesos. Pero “cuando estalla”, hay que saber qué hacer.
Por último, la capacitación contínua de los adultos es clave. Docentes, preceptores, directivos y personal no docente necesitan herramientas para identificar, contener y acompañar. El trabajo que venimos comentando no es algo que se resuelve con sentido común. Requiere reflexión, actualización y acompañamiento profesional.
Hoy más que nunca, la escuela está llamada a ser un espacio protector. Pero no lo logrará solo con discursos. El compromiso contra el bullying se juega en las decisiones concretas que tomamos todos los días, en cada aula, en cada recreo, en cada mirada.
Para más información: Integralis