El fin de la máscara de Fernando
9 de Julio de 1816: el día que dejamos de fingir

Historiadora y Periodista

Seis años después de la Revolución de Mayo, se proclamó la ruptura con España.
Mientras el general Belgrano combatía en los polvorientos caminos del norte y San Martín preparaba su gesta monumental al pie de los Andes, una escena menos épica pero igual de decisiva se desarrollaba en una casa colonial de Tucumán. Allí, el 9 de julio de 1816, 33 hombres dieron el paso que la historia venía reclamando hacía años: romper formalmente con España. La independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata fue, en rigor, el punto de partida de un país que todavía no era tal.
Un Congreso que nació dividido
El Congreso de Tucumán comenzó a sesionar el 24 de marzo de 1816. No estaban todos los que debían estar. Faltaban representantes de provincias como Santa Fe, Entre Ríos o la Banda Oriental, enfrascadas en conflictos internos o enfrentadas a Buenos Aires. Aun así, llegaron diputados de Mendoza, San Juan, San Luis, Tucumán, La Rioja, Córdoba, Salta, Jujuy, Catamarca y hasta de territorios hoy bolivianos como Charcas, Chichas y Mizque.
La presidencia del Congreso era rotativa. La integraban figuras notables como Narciso Laprida, Pedro Medrano, Mariano Boedo, Tomás Godoy Cruz y fray Justo Santa María de Oro. Había abogados, sacerdotes, comerciantes y revolucionarios veteranos. El clima era solemne pero la presión política, militar y diplomática era abrumadora.
San Martín, el apurador de la historia
Desde Mendoza, San Martín lo dejó escrito en una carta a Godoy Cruz: “¿Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia?”. Tenía razón: se batían en combate, emitían moneda y ondeaban una bandera nacional, pero todavía fingían lealtad al rey Fernando VII. Esa hipocresía se conocía como "la máscara de Fernando", un ardid diplomático que les permitía no ser ejecutados como rebeldes si los realistas vencían.
Pero el cruce de los Andes, la revolución americana y las alianzas internacionales exigían claridad. San Martín lo sabía. Sin independencia formal, ninguna potencia querría apoyar una revolución “a medias”.
9 de julio: el día en que lo dijimos
Después de meses de discusiones, llegó la jornada decisiva. Fue el sanjuanino Francisco Narciso de Laprida quien preguntó:
—¿Queréis que las Provincias de la Unión sean una Nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli?
La respuesta fue unánime: sí. Acto seguido, se redactó el acta que decía, entre otras cosas:
“... declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España...”.
Paradójicamente, esa acta original se perdió. Se cree que desapareció en 1820. Lo que se conserva hoy es una copia, realizada por el secretario José Mariano Serrano.
Una fiesta, una reina, y un país en pañales
El 9 de julio se firmó el acta, pero fue el 10 cuando se armó la verdadera celebración. Hubo un gran banquete con locro, charqui, guisos de carne, pastel de choclo y mazamorra. Se bebió buen vino. El postre fue dulce de leche, membrillo y frutas del norte. Los asistentes, vestidos con sus mejores galas, bailaron y brindaron por la libertad. Los hombres debían portar un gorro frigio para ingresar a las celebraciones: símbolo de libertad, herencia de la Revolución Francesa.
En ese ambiente festivo nació una historia de amor: el secretario José Mariano Serrano conoció a Solanita Cainzo, quien luego sería su esposa. También se realizó una elección curiosa: la de la "reina de la fiesta". La ganadora fue Lucía Aráoz, bautizada como “la rubia de la Patria”. Por una noche, monárquicos y republicanos coincidieron en coronar, al menos simbólicamente, a alguien con título real.
Una patria que aún no era una nación
Pese a la declaración de independencia, las Provincias Unidas del Río de la Plata distaban mucho de ser una nación cohesionada. Las guerras civiles, el enfrentamiento entre unitarios y federales, y las diferencias económicas y culturales demoraron la consolidación de un Estado nacional. No fue sino hasta 1853 que se sancionó la Constitución de la Confederación Argentina, y recién en 1863 España reconoció nuestra independencia.
Incluso las naciones extranjeras tardaron en aceptar nuestra existencia. La primera en hacerlo fue, curiosamente, Hawaii en 1818. Le siguieron Portugal (1821), Estados Unidos (1822) e Inglaterra (1823). España, herida y renuente, esperó más de cuatro décadas.
Detalles que nos humanizan
La historia, cuando se la mira de cerca, es profundamente humana. El teniente Cayetano Grimau y Gálvez llevó el Acta a Buenos Aires envuelta en cuero de cabrito cosido. Las copias se imprimieron en castellano, quechua y aimara para garantizar que todos comprendieran la noticia. Se calcula que hubo unos 3.000 ejemplares. Y si bien las mujeres no firmaron, estuvieron presentes como compañeras, cocineras, anfitrionas y confidentes de los revolucionarios.
El día que dejamos de fingir
La Revolución de Mayo de 1810 había encendido la chispa, pero recién en julio de 1816 se encendió la antorcha. Dejamos de fingir lealtades. Renunciamos a la tutela de una corona extranjera. Declaramos que queríamos ser dueños de nuestro destino. No sabíamos aún cómo sería esa patria, ni cuánta sangre costaría. Pero dimos el primer paso.
Y como suele pasar en la historia argentina, lo hicimos entre debates encendidos, locro humeante, y una fiesta en la que incluso los monárquicos, por una noche, bailaron al compás de una república en pañales.