Un disparo que aún resuena
25 años sin René Favaloro: un corazón que no soportó la corrupción

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René Favaloro se suicidó el 29 de julio del 2000, dejando cartas desgarradoras en las que denunciaba la corrupción.
Un día como hoy, el 29 de julio del año 2000, René Favaloro, el médico que devolvió la esperanza a millones con su técnica del bypass coronario, decidió quitarse la vida. Tenía 77 años. No lo hizo por desesperanza personal, sino como un acto de denuncia. Un grito final y desesperado frente a una sociedad que le dio la espalda. Un país que no supo proteger a quien más lo honraba.
A pesar de haber sido consagrado en el mundo como una eminencia en cirugía cardiovascular, Favaloro jamás dejó de presentarse como lo que más orgullo le daba ser: “un médico rural”, formado en la educación pública y forjado en los polvorientos caminos de Jacinto Arauz, en La Pampa, donde atendió durante más de una década con compromiso y entrega absoluta.
Fue en Cleveland, Estados Unidos, donde alcanzó fama internacional tras perfeccionar la técnica del bypass aortocoronario. Pero cuando muchos se habrían quedado allí, él eligió volver. Volvió para devolverle algo a su patria. A los 47 años, renunció a todo reconocimiento internacional para intentar lo imposible: construir en Argentina un modelo de medicina ética, científica y solidaria.
Lo logró. Fundó su instituto, formó médicos, operó gratuitamente a pacientes sin recursos, escribió libros, enseñó y defendió la salud pública. Pero también conoció de cerca la podredumbre de un sistema sanitario atrapado en retornos, coimas, privilegios, intermediarios y acomodos.
En sus últimas cartas —siete, cuidadosamente escritas a mano—, dejó en claro que la situación financiera de la Fundación Favaloro era desesperante. Le debían más de 18 millones de pesos (entonces equivalentes a dólares), principalmente el IOMA y el PAMI. La Fundación tenía deudas por más de 40 millones. El lunes siguiente, Favaloro iba a tener que despedir a parte de su equipo. No quiso hacerlo. “No podría dar la cara”, escribió.
Dejó también tres carteles pegados al espejo. Uno pedía que avisaran a sus sobrinos, otro decía simplemente: “Hasta siempre”. El tercero, una orden clara y desgarradora: “Cremarme inmediatamente y tirar mis cenizas en los montes cercanos a Jacinto Arauz”.
En su carta más extensa, Favaloro explicó todo. Con nombre y apellido. Denunció la hipocresía de los médicos que se enriquecían con retornos. Denunció a las obras sociales que no enviaban pacientes porque en su instituto no se aceptaban comisiones ilegales. Denunció el cinismo de quienes lo aplaudían en congresos internacionales, mientras en su país lo condenaban al abandono. Denunció a políticos, empresarios, funcionarios y colegas. Y lo hizo sin pedir piedad: solo verdad.
“Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento como decía Don Ata. No puedo cambiar”, escribió en su despedida. “Prefiero desaparecer antes que aceptar el sistema corrupto”.
Ese 29 de julio no solo se apagó una vida. Se quebró una conciencia nacional. Murió un símbolo de lo que podríamos haber sido. Su suicidio no fue un acto privado: fue una denuncia moral, una última lección con el cuerpo, una advertencia que aún retumba.
Hoy, a 25 años de aquel disparo que nos partió el alma, lo mínimo que podemos hacer es recordarlo sin hipocresía. No alcanza con bustos ni calles con su nombre. Honrarlo exige transformar el sistema que lo empujó al abismo. Significa defender la salud pública, proteger la educación, combatir la corrupción sin pactos ni silencios.
René Favaloro no murió por tristeza. Murió por ética. Su nombre no debe ser sólo recuerdo: debe ser conciencia. Debe ser bandera. Y debe ser ejemplo.