Sentimientos
El enojo: esa breve locura y el desafío de atravesar la tormenta

Psicóloga y psicoanalista poco ortodoxa. Directora de OH! Panel
Séneca y la mirada de la ira, la importancia de no tomar decisiones enojados. La pérdida de autoridad y la resiliencia.
En la Antigüedad ya lo tenían claro. Séneca, en su obra Sobre la ira, decía que el enojo es una breve locura. Una pasión que desborda, nubla la razón y nos arrastra a actuar sin pensar. Para él, el verdadero poder estaba en resistir esa tormenta. Ceder al enojo era entregarse a la irracionalidad.
Y todavía hoy es así. La mayoría de los conflictos no estallan por lo que se dice, sino por cómo se dice cuando estamos dominados por la bronca. No importa si querés o detestás al otro: cuando te gana el enojo, ya no estás defendiendo una idea ni cuidando un vínculo. Estás intentando ganar. Someter. Lastimar. Y ahí, se pierde todo.
Una escena cotidiana: padres con hijos adolescentes. El cóctel perfecto para que la furia se dispare. Porque el adolescente, por definición, desafía. Y el adulto, si no tiene recursos internos, se desborda. Pierde autoridad. Y muchas veces, dignidad. Porque la verdad es esta: nos enojamos con quienes nos importan. A nadie le duele que un desconocido lo mire con desprecio. Pero si ese gesto viene de un hijo, de una pareja, de alguien a quien amamos, se siente como una puñalada.
Desde mi experiencia, lo más eficaz para enseñar a manejar el enojo no es dar sermones ni poner castigos. Es encarnar eso que predicamos. Que nos vean hacer lo que decimos que hay que hacer. Si nuestros hijos nos ven retirarnos de una discusión, respirar, calmarnos y volver cuando ya recuperamos la cordura, eso deja una marca. Mucho más profunda que cualquier grito o amenaza.
Ni hablar de los adultos que todavía creen que una piña es una solución. Salvo en casos extremos, lo único que demuestra una trompada es una emocionalidad frágil e inmadura.
Cada vez que veo a alguien desbordado por la ira, me resulta inevitable imaginármelo como un niño. Porque eso veo: una criatura furiosa, sin recursos. Me pasa con los demás, y también conmigo. Siempre.
Claro que cuando estás del otro lado, recibiendo el enojo ajeno, la experiencia cambia. Ya no hay ternura ni ironía. Hay miedo. Sobre todo si el otro no tiene límites. O peor aún, si necesita demostrar poder con violencia.
Cada persona reacciona como puede. Según su temperamento, su historia, su contexto. Algunas personas están genéticamente más predispuestas a tener respuestas impulsivas o una baja tolerancia a la frustración. Y hay enfermedades orgánicas –neurológicas, endocrinas o metabólicas– que alteran el sistema nervioso y dificultan la autorregulación emocional. Todo influye: lo que heredamos, lo que vivimos y cómo está funcionando nuestro cuerpo hoy. Pero ser adulto, sin embargo, es otra cosa. Es preguntarse con honestidad: ¿me gusta en qué me convierto cuando me enojo?
Porque, aunque no nos guste admitirlo, somos también eso en lo que nos convertimos cuando nos enojamos. Y si no lo miramos de frente, nos gobierna desde atrás.
Y vale decirlo: el enojo no es malo en sí. Es una señal. Algo que duele, que no cierra, que nos frustra. Lo importante no es eliminarlo, sino aprender a escucharlo y canalizarlo sin lastimar.
Una vez escuché un consejo que me quedó grabado: “La próxima vez que te saques, andá y mirate al espejo.” Puede sonar ridículo, pero es profundamente incómodo. Te ves con los ojos desencajados, la mandíbula tensa, la cara deformada por la rabia. Es verte poseído. Y ese reflejo, que no elegiste, tiene un poder desarmante. Te devuelve a la conciencia. Te pone enfrente de eso que no querés ser.
Ahí entendés, con un poco de vergüenza, por qué los chicos se asustan cuando te ven así. Por qué tu pareja se endurece o se va. Por qué incluso vos, si te vieras desde afuera, también querrías salir corriendo.
Una vez escuché a un padre decirle a su hijo, en medio de un momento de furia:
“Te castigaría, si no estuviese tan enojado.”
Y me pareció brillante. No niega la emoción, no la tapa. Pero tampoco actúa desde ella. Nombra el límite sin desbordarse. Es una frase que, si se dice desde un lugar firme pero calmo, puede tener más efecto que cualquier sanción. Porque muestra que uno tiene el enojo, pero no que el enojo lo tiene a uno.
Ese padre no necesita gritar ni pegar un portazo para hacerse sentir. Basta con que muestre que sabe lo que le pasa y que, justamente por eso, va a esperar antes de decidir.
También hay que decirlo: manejar la ira es mucho más difícil cuando estamos mal dormidos, saturados, expuestos a ruidos, luces, demandas, consumo de sustancias o contextos abrumadores. Jean Piaget, psicólogo suizo conocido por sus estudios sobre el desarrollo cognitivo, decía que la inteligencia es la capacidad de adaptarse. Y eso no significa resignarse al contexto, sino encontrar la forma de convivir con él sin perderse, y de transformarlo —cuando se puede— para estar mejor.
Tengo pacientes que trabajan en entornos tan violentos emocionalmente como un campo de batalla. La política, por ejemplo, es un escenario donde todo se vuelve guerra, alianzas, enemigos, fuego cruzado. Y en ese contexto, sostener la calma es casi un acto heroico. Vivir en estado de amenaza constante hace que una chispa baste para incendiar todo.
Ahora bien: cambiar de contexto ayuda, pero no resuelve. Porque las guerras más difíciles no son con los otros reales, sino con los que llevamos adentro. No es tu papá, es la voz de tu papá en tu cabeza. No es tu jefe, es lo que simboliza para vos.
Y ahí aparece una clave que muchas veces olvidamos: pasar de la pelea a la conversación.
Conversar apasionadamente con alguien no implica desbordarse ni atacar. Se puede discutir sin romper. Se puede estar en desacuerdo sin dejar de cuidar. La conversación es el arte de ver qué hay detrás de lo que decimos. Practicar la escucha activa, hacer el esfuerzo de entender qué es lo que le enoja al otro y qué es lo que me está enojando a mí, cambia radicalmente el escenario. Porque no se trata solo de ganar una discusión, sino de entender lo que nos está pasando. Y eso requiere una habilidad que se entrena. Ser expertos en enojarnos con elegancia es, en el fondo, aprender a conversar mejor.
Entonces, si sentís que este tema es un gran tema para vos, si el enojo te domina, si lastimás o te alejás por no poder frenar a tiempo, considerá esto:
1. No actúes bajo emociones intensas. Respirar, salir de la escena, esperar unos minutos. Lo que sea para recuperar la calma.
2. No seas víctima de quienes saben “sacarte”. El verdadero poder es saber cuándo frenar.
3. No castigues a tus hijos mientras estás enojado. Esperar, aunque sea un rato, te pone en otro lugar.
4. Mirate al espejo cuando te sientas muy enojado. Es un espejo, pero también un ancla.
5. Alejate de personas que no solo no controlan su ira, sino que la usan como estrategia de amedrentamiento.
6. No te adaptes 100% a tu entorno ni esperes que tu entorno se adapte a vos. Buscá un mix que te permita estar bien.
7. Dormí bien. Mové el cuerpo. Comé con conciencia. Rodeate de un entorno más calmo que mortificante. Esas pequeñas cosas te preparan para enojarte... con amor.
8. Entrenate en el arte de la conversación. Escuchá de verdad, no para responder. Preguntate qué se está jugando en el otro y en vos cuando aparece el enojo. Ahí empieza lo interesante.
Y si no podés solo, buscá ayuda. Hablar de estas cosas con un terapeuta puede hacer una diferencia enorme. Pero si en el momento no tenés con quién, usá la tecnología a tu favor: escribile a una IA como esta. No va a juzgarte, no va a interrumpirte, y quizás te ayude a recuperar el control antes de hacer o decir algo que después te pese.
Porque sí, el enojo puede ser una breve locura. Pero también puede ser una puerta. Una oportunidad para dejar de pelear y empezar, por fin, a conversar.
En el fondo, lo único que necesitamos —para calmar y calmarnos— es sentirnos escuchados.