Sabor a mente
El cerebro y el vino: una sinfonía sensorial

Médico neurólogo y sommelier

Tu memoria, emociones y lenguaje se activan en cada sorbo. El Doc Medina, con una mirada tan analítica como relajada, nos cuenta en exclusiva cómo el cerebro y el vino se conectan en una experiencia única.
Es de esas personas que, cuando no están, se sienten. Lo digo en el buen sentido, porque su presencia siempre deja huella. De profesión, médico neurólogo; de alma, enérgico y soy testigo de que disfruta de la vida. Él mismo lo resume con una de sus frases de cabecera: “¿Para qué hacerse mala sangre, si se puede disfrutar de cada momento? La vida es para vivirla”.
No sé si alguna vez tuvieron la suerte de cruzarse con personas así: de esas que vibran alto, que siempre buscan el lado bueno de las cosas. ¿Para qué complicarse si todo tiene solución? O al menos, así lo vive él. Y eso es lo que transmite… y muchas veces, lo que le pasa.
Anfitrión por naturaleza, viajero, familiero, amiguero. Una persona muy social, con muchas cualidades que compartimos y que, en el fondo, fueron las que nos unieron. Pero lo que verdaderamente nos conectó fue la pasión por el vino y esa forma de disfrutar la vida. Como yo, es un sibarita argentino. Se puede decir que hacemos un buen maridaje.
No dudé en convocarlo para que nos escribiera unas líneas, nos compartiera su mirada y nos ayudara a reflexionar sobre el cerebro y la memoria sensorial del vino. Dos temas que, sin duda, están relacionados, presentes en cada ser humano y en cada experiencia sensorial al tomar un vino.
Hecha la introducción, los invito a disfrutar su nota.
El cerebro y el vino: una sinfonía sensorial
La experiencia de degustar un buen vino es mucho más que un acto social o gastronómico: es un fenómeno sensorial profundamente complejo, en el que el cerebro actúa como el verdadero protagonista.
Cuando un sommelier o un aficionado al vino describen notas de frutos rojos, roble tostado o incluso cuero viejo, lo que está ocurriendo es un proceso de integración neurosensorial extraordinario.
Al llevar una copa de vino a los labios, ocurre mucho más que una simple degustación: se desata un fenómeno neurológico fascinante, en el que sentidos, recuerdos, emociones y lenguaje trabajan en conjunto para dar vida a una experiencia que es tan cerebral como sensorial.
La vista: anticipando sabores
Desde el primer momento, la percepción visual del vino activa regiones específicas del cerebro. El color, la densidad y el brillo ya comienzan a generar expectativas sobre su sabor y estructura. Un Pinot Noir, por ejemplo, con su color rojo rubí claro y brillante, puede anticipar una estructura más ligera y frutal. En cambio, un Cabernet Sauvignon, con su tono púrpura profundo, ya sugiere potencia y concentración. Nuestro cerebro empieza a crear hipótesis, incluso antes de probar.
El olfato: evocando recuerdos
Luego, el olfato toma protagonismo. Basta con acercar la copa para que entren en acción millones de receptores olfativos que transmiten señales al bulbo olfatorio, una estructura íntimamente conectada con el sistema límbico, encargado de las emociones y la memoria. Por eso un vino puede transportarnos a un bosque húmedo, a una cocina de infancia o a un recuerdo amoroso.
El Malbec argentino, por ejemplo, suele desplegar notas de ciruelas maduras, violetas y un dejo de vainilla si ha pasado por madera.
Un Torrontés salteño podría evocarnos al mismo aroma de la propia uva, frutas cítricas y notas florales, entre otras.
El gusto: una experiencia multisensorial
Pero el sabor —ese concepto que creemos tan directo— es en realidad una construcción compleja. La lengua percibe lo básico: dulce, salado, ácido, amargo y umami. Todo lo demás proviene del olfato retronasal: los compuestos aromáticos ascienden desde la boca hacia la nariz interna desde la parte posterior de la boca, y es ahí donde distinguimos un Syrah con notas de pimienta negra y aceitunas, o un Chardonnay con matices de manzana verde, mantequilla o incluso pan tostado.
El cerebro: integrando sensaciones
El cerebro, como un director de orquesta, integra estas señales y las interpreta. La corteza prefrontal, centro del juicio y la planificación, compara lo que sentimos con nuestra memoria gustativa. De allí que un catador entrenado pueda reconocer con precisión un vino de la Borgoña y un principiante lo describe simplemente como "rico". Es cuestión de entrenamiento cerebral.
Además, el lenguaje juega un papel fundamental. Describir un vino requiere poner en palabras lo intangible. No es casualidad que los sommeliers desarrollen un vocabulario sensorial amplio: su cerebro ha aprendido a etiquetar y organizar estímulos complejos. Esto es una forma de neuroplasticidad: el cerebro se adapta, mejora su precisión sensorial y amplía sus conexiones.
Conclusión: una experiencia cognitiva
Degustar vino, entonces, no es solo un acto hedonista. Es un ejercicio cognitivo. Implica memoria, atención, lenguaje (para describir lo que se percibe) y emoción. Catar con plena conciencia —conectando nariz, paladar y cerebro— puede ser una forma sutil de mantener activa la mente. Como ocurre con muchas experiencias sensoriales, la apreciación del vino no es objetiva: está filtrada por nuestra historia, cultura, estado emocional y expectativas. Al igual que con la música, el arte o la literatura, el vino también puede estimular la neuroplasticidad y enriquecer nuestra experiencia del mundo.
“Porque al final, más que en la copa, el vino se disfruta en el cerebro.”