Outside the box
Lo que los hermanos escriben en nosotros

Periodista.

Nos marcan, nos espían, nos callan y nos aplauden: los hermanos modelan nuestra vocación, nuestra alegría y hasta quién creemos ser.
De todos los vínculos que moldean la vida de una persona, hay uno que rara vez se estudia pero que está en todas partes: el de los hermanos. En la reciente nota de Susan Dominus para The New York Times Magazine ("The Surprising Ways That Siblings Shape Our Lives", 6/5/25), se abre una puerta fascinante a ese mundo íntimo de códigos compartidos, pequeñas venganzas silenciosas y gestos de amor impensados que nos definen tanto como los consejos de mamá o los retos de papá.
La psicóloga Lisa Damour lo resume así: "Si los padres son estrellas fijas en el universo de un niño, los hermanos son cometas deslumbrantes y cercanos". Brillan, chocan, a veces queman. Y otras, como en el caso de Lauren Groff, simplemente eligen no brillar más fuerte para no apagar al otro. Lauren, novelista multipremiada, decidió un día nadar más lento para que el récord de su hermana menor —la futura triatleta olímpica Sarah True— siguiera siendo suyo. "Era lo que la hacía sentir orgullosa", dijo Lauren. Un acto de generosidad fraterna que tal vez fue la chispa para una carrera deportiva brillante. Esas pequeñas acciones —una charla, una competencia, una rendición— pueden moldear destinos.
El editor Adam B. Kushner, también en The New York Times ("How Siblings Shape Us", 11/5/25), entrevistó a Dominus y reconocía que fue su hermano quien lo empujó a crear un periódico escolar, plantando sin saberlo la semilla de su vocación. Lo más notable, decía, es que si sus padres le hubieran dado ese mismo consejo, él lo habría ignorado. No es que los padres no importen: es que los hermanos nos ven como realmente somos. Nos espían en estado salvaje. Nos conocen sin idealizarnos.
Desde otro ángulo pero con la misma obsesión por entender qué nos hace florecer, Dana Goldstein se pregunta si Estados Unidos ha renunciado al aprendizaje infantil (The New York Times, 10/5/25). Y aunque su nota se centra en la desorientación política del sistema educativo estadounidense, deja en claro algo que también se lee entre líneas en Dominus: los chicos aprenden más por imitación, ejemplo y vínculo que por decreto ministerial. Lo que ocurre entre hermanos, en la mesa, en el recreo o en una esquina del barrio, tiene más poder formativo que cualquier plan de estudios. Por eso la autora rescata el efecto "spillover": si un hermano mayor tiene éxito, ese empuje se derrama. Si uno cree que puede, el otro empieza a creérselo también.
En este ecosistema de aprendizaje no convencional, la alegría también cuenta. Catherine Pearson, en su nota para The New York Times ("3 Ways to Cultivate Joy", 9/5/25), recuerda que cultivar la alegría no es una frivolidad sino una necesidad vital. Desde mover el cuerpo con gusto hasta mandar un mensaje espontáneo a alguien que extrañamos, la alegría se cuela por rendijas que ni el algoritmo ni la productividad pueden controlar. "Viví cada día como si fuera el primero", propone Suleika Jaouad, escritora y sobreviviente de cáncer, dándole un giro luminoso al viejo lema de vivir como si fuera el último.
Y si hablamos de encontrar nuestro elemento, Susan Dominus también lo explora en su libro The Family Dynamic, donde analiza qué hace que algunas familias produzcan no uno, sino varios hijos superdotados. En su reseña para el Times ("How to Raise Super-Achievers", 9/5/25), Ezekiel J. Emanuel desmitifica el mito del cereal mágico y concluye que no hay fórmula, pero sí patrones: padres que no elogian en exceso, hermanos que se ayudan y se exigen, entornos donde la excelencia no es un mandato sino un estilo de vida compartido.
No se trata de presionar por resultados, sino de cuidar el suelo donde crece la vocación. Ese suelo, a veces, tiene forma de hermano mayor con vocación de entrenador, de hermana menor que admira en silencio, o de un padre que maneja en círculos una y otra vez mientras uno aprende a andar en bicicleta y el otro filma con el celular entre risas contenidas.
Porque al final, lo que somos no lo escriben solo los genes ni los padres, ni siquiera nosotros mismos. Lo escriben también los hermanos que nos empujaron, los que no nos dejaron hablar, los que se callaron para dejarnos ganar.
Y acá hago un guiño cómplice a mis dos hermanos, Román y Lucila, con quienes nos delatamos y acusamos sin piedad frente a mis padres pero con quienes formamos un frente infranqueable, genuino y amoroso para sostenernos unos a otros y para sentir la alegría o la pena de cada uno como si fuera propia.